Imagínese
que puede realizar una proeza de la que yo soy incapaz. Suponga, en
otras palabras, que puede imaginarse a un creador infinitamente
benévolo y todopoderoso, que lo concibió, después lo creó y a
continuación lo modeló, que lo trajo al mundo que había creado
para usted y que ahora le vigila y cuida de usted hasta cuando está
durmiendo. Imagínese, además, que si usted cumple las reglas y
mandamientos que él amorosamente ha prescrito, se ganará una
eternidad de dicha y descanso. No digo que yo envidie esta creencia
suya (puesto que para mí equivale al deseo de una horrenda forma de
dictadura bondadosa e inalterable), pero sí tengo una pregunta
sincera que hacerle. ¿Por qué semejante creencia no hace felices a
quienes la suscriben? A ellos debe de parecerles que han tomado
posesión de un secreto maravilloso, de uno de esos secretos a los
que podrían aferrarse hasta en los momentos de mayor adversidad.
Superficialmente,
a veces parece que fuera así. He asistido a servicios evangélicos,
tanto en comunidades negras como blancas, en los que todo el acto
consistía en un prolongado grito de exaltación por sentirse
salvados, amados, etcétera. Muchos de estos servicios religiosos, en
todas las iglesias y entre casi todos los paganos, están
minuciosamente planificados para evocar la celebración y la fiesta
colectiva, que es precisamente por lo que desconfío de ellos.
También hay momentos más sobrios, contenidos y elegantes. Cuando
pertenecí a la Iglesia ortodoxa griega pude percibir, aun cuando no
creyera, las gozosas palabras que intercambiaban los creyentes en la
mañana de Pascua: «Christos anesti!» («¡Dios ha nacido!»)
«Alethos anesti!» («¡En verdad ha nacido!») Pertenecí a la
Iglesia ortodoxa griega, dicho sea de paso, por una razón que
explica por qué tantísima gente protesa exteriormente una
filiación. Me uní a ella para complacer a mis suegros griegos. El
arzobispo que me acogió en el seno de su fe el mismo día que ofició
mi matrimonio (con lo que se embolsó una tarifa doble en lugar de,
como suele suceder, sencilla) se convirtió más tarde en un
partidario entusiasta de sus compatriotas genocidas Radovan Karadzic
y Ratko Mladic, que llenaron innumerables fosas comunes en toda
Bosnia. La siguiente vez que me casé, a manos de un rabino judío
reformista con un toque einsteiniano y shakespeariano, tenía algo
más en común con la persona que oficiaba la ceremonia. Pero hasta
él era consciente de que su homosexualidad de toda la vida estaba
castigada por principios como una ofensa capital, punible según los
fundadores de su religión con la lapidación. Por lo que se refiere
a la Iglesia anglicana en la que fui originalmente bautizado, hoy día
puede parecer un patético corderillo que bala, pero subvenciones
estatales y de una estrecha relación con la monarquía hereditaria,
tiene responsabilidades históricas por las Cruzadas, la persecución
de católicos, judíos y disidentes y por la lucha contra la ciencia
y la razón.
El grado de intensidad varía según la época y
el lugar, pero se puede afirmar que es cierto que la religión no se
conforma y que a largo plazo no puede conformarse con hacer sus
afirmaciones maravillosas y sus garantías sublimes. Debe tratar de
interferir en las vidas de los no creyentes, de los herejes o de los
fieles a otros cultos. Tal vez hable de la dicha del mundo venidero,
pero busca el poder en este. No podía esperarse otra cosa. Al fin y
al cabo es una construcción absolutamente humana. Y no tiene
seguridad en su panoplia de sermones ni para permitirse siquiera
coexistir con otros credos.
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